Tomado de Historias Cienciacionales
«Hay muchos más virus en la Tierra que estrellas en el universo. Tantos, que si unieras todos ellos, uno tras otro en una sola fila, alcanzarían a medir casi 100,000 años luz», explica entusiasmado Carl Zimmer. Es mayo de 2011, y hace tan solo unos meses el reconocido divulgador científico publicó su libro A Planet of Viruses. Ira Flatow, el locutor que lo entrevista en la National Public Radio, comienza el bombardeo de preguntas. Mientras habla, cuatro trillones de virus dentro de su cuerpo infectan bacterias y mantienen el balance del complejo ecosistema que existe en su intestino.
A pesar de su mala reputación, los virus han formado parte de nuestra vida por tanto tiempo, caminando al paso de nuestra evolución, que nosotros mismos tenemos un lado viral: 8.3% del genoma humano –y quizá mucho más– proviene de algún virus. Principalmente de retrovirus (el mismo tipo al que pertenece el VIH), aquellos cuyo material genético consiste de una sola hebra de ARN. Para multiplicarse y generar cientos de minúsculos clones virales, los retrovirus usan una estrategia ingeniosa: convierten su ARN en ADN, molécula que compone nuestro propio genoma, y lo insertan dentro de una desafortunada célula, muy profundo en su núcleo. La célula, entonces, lee los genes virales como los suyos propios y comienza a fabricar nuevos invasores diminutos que terminarán por matarla.
Pero la historia no siempre ocurre así. Hace millones de años, un retrovirus infectó a un despistado mamífero pero falló en su tarea de convertirlo en una fábrica viral. Sus genes quedaron atrapados dentro del genoma de una célula germinal del anfitrión –fuese un espermatozoide o un óvulo– y pasaron a su descendencia. Los bebés del mamífero crecieron y tuvieron retoños a su vez, y los hijos de sus hijos también tuvieron hijos. Y así el retrovirus, paciente y silencioso, acompañó por miles de generaciones a estos animales que, ignorantes de su presencia, nunca imaginaron que su destino estaba a punto de cambiar.
En este punto, los genes del virus ya no eran los mismos: después de tantos años habían mutado hasta perder por completo su capacidad de multiplicarse. Pero uno de ellos se despertaría del largo invierno que lo había sumergido en coma celular y comenzaría a sintetizar una proteína que más tarde conoceríamos como sincitina. Esta molécula, que tiempo atrás había permitido a los virus fusionar varias células entre sí para poder dispersarse entre ellas, ahora desempeña un papel fundamental para varias especies animales.
"Sincitiotrofoblasto" es un nombre presuntuoso para referirse a una capa de células que se forman durante el desarrollo del embrión, pero se lo tiene bien ganado por la importancia que tiene: permite a la placenta fusionarse con el útero materno y funciona como una vía a través de la cual el feto recibe nutrientes de su madre. Sin esta microscópica capa celular, cuya existencia representa tan sólo un momento efímero en la vida del organismo, nosotros no estaríamos aquí. De hecho, ningún primate podría haber nacido jamás. Ningún ratón o conejo. Ni siquiera los gatos o los perros.
En febrero de 2000, un grupo de científicos estadounidenses descubrió un gen bastante peculiar en nuestro genoma y observó que se expresaba únicamente en el sincitiotrofoblasto. Al publicar su trabajo, nombraron a la proteína de este gen como sincitina y, al no parecerse a ninguna proteína humana, indagaron su origen: provenía de un virus. De un retrovirus, para ser exactos.
En otro artículo se encontró que el gen también estaba presente, letra por letra, en otros organismos como el ratón. Al mutarlo, los roedores generaban placentas deformes e inútiles, falleciendo a los pocos días dentro de su madre. Después se halló en los genomas del conejo, de otros primates y de muchos carnívoros –grupo de mamíferos que engloba a los felinos y caninos–. De manera sorprendente, en todos los casos, el gen estaba ubicado en la misma posición pero no venía de una misma infección viral: los ancestros de cada grupo de animales se habían infectado de manera independiente por un virus y, a través del tiempo, el gen de la sincitina, secuestrado en el genoma de sus anfitriones, intervino en un proceso vital para todos ellos: la formación del sincitiotrofoblasto. Gracias a esto, la mayoría de los mamíferos con placenta comenzaron a ocupar su lugar en la Tierra.
Hay excepciones, como siempre. Los cerdos y los caballos, por ejemplo, no tienen la misma estructura placentaria que nosotros. Algunos investigadores se han dedicado a encontrar el enigma de estos casos, pero la respuesta puede ser más sencilla de lo que se pensaba: sus ancestros nunca enfermaron con el virus correcto.
Sin embargo, siempre habrá lugar para ellos. Como menciona Carl Zimmer en medio de su entrevista, «tengan esto en mente: los genes que sí codifican proteínas en nuestro genoma representan sólo el 1.2 por ciento. Al parecer, somos más virus que humanos ».
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[Esquema sobre el desarrollo embrionario creado por Leonardo Da Vinci. Tomado de este sitio]
Artículo de Carl Zimmer sobre los virus en The New York Times y su entrevista por la NPR.
Artículo original de la sincitina, publicado en la revista Nature.